Como azquiles por la espalda del animal, recorremos ese laberinto. Serl a hormiga, ser también el monstruo de muchos ojos, ciempiés desintegrado, arrastrándose por túneles y por las calles de concreto. Toma el camión, toma el metro, es partícula, pero contiene una ciudad. En esta otra clase de mirmecología, observamos una de esas criaturas defectuosas, un hombre de ciudad, oficinista, arrastrando las repeticiones de añorar la suficiencia, o un oasis… si tan solo no estuviera escrita en él esa condena: la necesidad desesperada por el Otro. La pérdida como uno de los temas fundamentales; o, mejor dicho, el trauma de una pérdida como detonante ante la introspección, el terremoto, esa bomba en el pasillo. El desplome de una minuciosa estructura de vida, que obliga a cuestionarlo todo, y nos orilla a sumergirnos en ese mar donde somos una burbuja, un diminuto planeta de aire que busca emerger de un océano obsesionado con hundir los barcos. La voz poética es como un disco que brinca, intenta estabilizarse en medio de una convulsión, lucha inútilmente por reproducir esa música: la rutina tatuada en él, pero ya rayada, contaminada por la ausencia, trastornada como la ciudad que recorre; anda entre las cicatrices: cráteres, grafitis y recuerdos. Pero esa ruptura es el pretexto; el hilo que se rompe, destrozando su monotonía kafkiana. Esférica, poliédrica y rampante, la existencia como círculo de lemmings en tumulto, que tiene como único final la decadencia. Mariana Moncada Delanda Ciudad de México, MMXXI